Diversos investigadores que han reaccionado a nuestro discurso critican el empleo que hacemos del término «tecnociencia», un concepto a su juicio «vago y abstruso» que mezcla dos realidades muy diferentes: la investigación por un lado, independiente de las técnicas y de lo social; y, por el otro lado, las aplicaciones terrenales de la ciencia, que pueden ser víctimas de la corrupción humana. Todo el problema que plantea la investigación procedería en tal caso de la perversidad humana, o incluso de ciertos mecanismos económicos que llevarían a pervertir las aplicaciones de la actividad científica, que a su vez está exenta de bajezas.
Esta visión de las cosas debe de ser muy cómoda, ya que permite que los investigadores se desentiendan de toda responsabilidad, pero es falsa. No repasaremos aquí en detalle los argumentos técnicos e históricos que demuestran claramente la inanidad de la distinción entre ciencia pura y ciencia aplicada. Todo ello lo han confirmado numerosos historiadores de las ciencias[1]. Que la noción de tecnociencia esté poniéndose de moda y suscite usos a veces equívocos, como si se tratase de una especie de monstruo multiforme responsable de todos nuestros males, no debe llevarnos a dudar de las realidades que designa. Una ciencia al servicio de los poderes establecidos
La noción de tecnociencia describe bien en qué se convierte la ciencia cuando se organiza para servir a los imperativos de poder económico y militar, que es lo que lleva haciendo explícitamente desde hace más de medio siglo, con la instauración de la Big Science durante y tras la segunda guerra mundial. Por ello resulta cada vez más difícil, y hasta inconcebible, hacer ciencia al margen de una vasta infraestructura técnica, y por ende al margen de las relaciones sociales y de los intereses que presiden la gestión y el desarrollo de estas infraestructuras. […]
No obstante, sería un error subestimar la antigüedad de esta colusión entre el entorno científico y los poderes existentes. Los ingenieros y metalúrgicos del Renacimiento pueden considerarse en parte como los precursores de la postura científica moderna: la producción de piezas metálicas, empezando por el calibrado de las balas y los cañones, hacía necesaria la medición sistemática. Mientras que los hombres del saber eran poco apreciados por los príncipes de la Edad Media, desde los albores del Renacimento los poderosos se han disputado violentamente las competencias de estos sabios (Francesco di Giorgio o Leonardo da Vinci se cuentan ente los más famosos) cuya actividad consiste en crear máquinas y procedimientos bélicos (el «ingenio», que dio paso al «ingeniero», es el nombre que se daba entonces a las máquinas de guerra). El dominio técnico y científico del mundo interesa tanto a la política como al comercio, que están en la raíz, por ejemplo, del despegue cartográfico, astronómico, matemático, etc. Príncipes y mercaderes, interesados por cualquier procedimiento que permitiera un cuadriculado y un control mayor del territorio y de lo real, patrocinaron y solicitaron los avances de esta ciencia, que entonces seguía llamándose «filosofía natural».
Hasta el siglo XIX no se generalizará el uso del término de ciencia en singular para designar una totalidad regular y homogénea; totalidad pese a ello muy heteróclita, puesto que abarca tanto la botánica como la astronomía, la química o la zoología. Aglutinar un conjunto tan multiforme de prácticas, métodos y discursos con el término de ciencia supone distinguir radicalmente ésta de la técnica y de la política (lo que no habría tenido sentido para un Galileo, que dedicó los satélites de Júpiter al gran duque de Toscana bautizándolos como estrellas «mediceas»). Esta unificación data precisamente de la segunda revolución industrial, cuando por primera vez los procesos industriales ―y por tanto económicos― alcanzaron tal complejidad que necesitaron el concurso de los laboratorios para desarrollarse. Porque si la primera revolución industrial, la del carbón y el vapor, se había producido antes de que Casius, Kelvin y Clapeyron[2] formalizasen las leyes de la termodinámica, la revolución de la química y la electricidad fue, por el contrario, tanto consecuencia como causa del despegue universitario y político de la ciencia del siglo XIX. Es decir, la idea de ciencia, singular, pura y desinteresada emergió en la conciencia colectiva en el momento en que los poderes económicos (financieros, industriales) y políticos (grandes cuerpos del aparato de Estado en pleno auge) tenían más necesidad de los saberes científicos.
No negamos que, en el pasado, individuos, equipos o incluso algunas partes de las instituciones de investigación pudieran alejarse de esta línea rectora y desarrollar así una comprensión del mundo parcialmente ajena y aun contraria a los imperativos económicos y militares. Pero en nuestra época debería bastar con abrir un periódico o leer los programas de investigación del CNRS (Centro Nacional para la Investigación Científica) para hacerse a la idea de la hegemonía de la tecnociencia. Incluso desde el rasero ―ambiguo cuando menos― de la ciencia moderna (véase más adelante), lo esencial de lo que hoy se produce con el nombre de ciencia es en realidad muy poco científico. Suele tratarse de un bricolaje más o menos ingenioso, mezclado con un discurso pomposo que pretende justificar su finaciación, pero que ante todo pretende sostener la innovación. Dicho de otro modo, se trata de una mercancía como cualquier otra, cuyas lógicas de producción generan todos los absurdos que se dan en las demás: carrera por la publicación, fraudes y sobre todo ausencia de reflexión de conjunto y de debate teórico. Lo que da como resultado paradójico que, si bien los conocimientos aumentan sin cesar, la comprensión del mundo que nos rodea retrocede en muchos sentidos. Sin embargo, un gran número de investigadores guardan un púdico silencio a este respecto y prefieren divagar a partir de una concepción imaginaria de la investigación.
Esta aspiración de independencia supone de forma cada vez más obvia una negación de la realidad, ya que las decisiones que conciernen a la orientación de la investigación (por lo menos las que implican inversiones de enjundia) nunca son objeto de una deliberación colectiva y se someten plenamente a los intereses militares y financieros. Lejos quedan los tiempos y las condiciones en que, a la sombra de los grandes programas, podía desplegarse una investigación con cierto grado de libertad y desinterés. Por eso afirmábamos en nuestra declaración* que «la mayor parte de las investigaciones científicas sirven ante todo para acrecentar el poder militar y económico, y no a fomentar el avance de los conocimientos». Lo cual no quiere decir que los conocimientos no avancen de forma efectiva; pero rara vez se trata de conocimientos que podrían tener alguna utilidad salvo para la industria y el Estado. A lo que se aspira hoy día en todos los ámbitos es al dominio instrumental. El motor del desarrollo tecnocientífico no es un afán de saber que se despliegue libremente en una multitud de direcciones sino un dominio instrumental con vocación industrial y gestora; que es lo que sirve de criterio definitivo para las decisiones en materia de seguimiento y financiación; por ejemplo, en la carrera hacia lo infinitamente pequeño, que, en lo que a conocimiento se refiere, tiene todas las trazas de ser un callejón sin salida metafísico, pero está preñada de efectos industriales colaterales: las famosas nanotecnologías. La ciencia moderna, un proyecto de dominio total
La noción de tecnociencia invita igualmente a plantearse cuestiones sobre la naturaleza misma del conocimiento científico, que probablemente tiene su parte de culpa en su instrumentalización actual, pues hay una afinidad original entre la ciencia occidental moderna y la técnica. La historia humana abunda en múltiples tradiciones científicas (en las que Occidente se ha inspirado parcialmente), que han marcado vías de comprensión del mundo sin recurrir al dominio técnico. Por el contrario, en la ciencia moderna, el deseo de comprensión ―que sigue existiendo― no puede disociarse de un deseo de dominio instrumental del universo. Así, contrariamente al saber aristotélico, por ejemplo, que se basa en una observación de los fenómenos tal como se muestran a los sentidos, la ciencia moderna tal como está desarrollándose basa la posibilidad de acceder a la verdad en la modelización de los fenómenos, mediatizada por la tecnología. Conocer es hacer, lo que muestra de manera ejemplar la demostración de la existencia de ondas «radio» por Heinrich Hertz[3], al mismo nivel que otros tantos conocimientos científicos. Se trata de un tipo de conocimiento que sólo puede confirmarse mediante la experimentación, y por tanto gracias a la construcción y multiplicación de aparatos técnicos y laboratorios, y finalmente mediante la proliferación de estos por el mundo. El método científico experimental, que se desarrolló en un primer momento por y para el estudio de objetos inanimados (mecánica, física y después química), tenía vocación de extenderse a todos los fenómenos, y ha servido de modelo para todas las demás ciencias. Otro tanto ocurre con la concepción mecanicista de la realidad, que por su misma construcción se incrusta en el meollo de este método experimental.
Sin embargo, criticar globalmente la perspectiva tecnocientífica del mundo no lleva por fuerza a renegar de todos sus resultados. No sería muy lógico hacer tabla rasa de todos los conocimientos que se han elaborado en este marco desde Galileo; ni a rechazar en bloque los valores que los investigadores dicen hacer suyos pero de los que no poseen el monopolio: la duda, el espíritu crítico individual, la discusión pública de ideas, el rigor, así como una cierta capacidad de imaginar vínculos entre fenómenos distintos. Por lo demás, para ciertos ámbitos muy delimitados, reconocemos sin ningún ambage que el punto de vista mecanicista sigue siendo el más apto. Pero la noción de tecnociencia permite precisar la naturaleza de esta voluntad de saber propia de la ciencia moderna, que no es una forma de curiosidad intelectual como las demás, y que a menudo representa un horizonte intelectual insuperable para los investigadores. El problema reside, a nuestro entender, no tanto en la existencia de la visión científica del mundo sino en su carácter imperialista y hegemónico, su pretensión de reducirlo todo al simple mecanismo y al número, e, indisociablemente, a querer moldearlo todo según este modelo. Esta visión reduce en primera (y a menudo en última) instancia lo que estudia al papel de mero objeto inerte y muerto, incluso cuando se trata de seres vivos, es decir, «sujetos» activos y sensibles[4]. Si bien algunos científicos han reconocido que, efectivamente, el punto de vista mecanicista no permite por sí solo aprehender más que una ínfima parte de lo real y de su complejidad, por desgracia no han sabido, podido o querido emprender una reflexión crítica en el conjunto de la «comunidad científica» acerca de los límites de este método.
Si numerosos científicos en los últimos dos siglos han criticado o flexibilizado el paradigma mecanicista clásico se debe a que su objeto de estudio no se sometía a él. Este paradigma pudo agrietarse en muchas ocasiones a lo largo de la accidentada historia de las ciencias naturales. Un ejemplo clásico entre otros: cuando Faraday y Maxwell trataron de dilucidar a mediados del siglo XIX las propiedades del campo electromagnético, enseguida se dieron cuenta de la imposibilidad de concebir su objeto según los postulados de la descomponibilidad de la materia en partículas discontinuas y de la naturaleza inerte del espacio. Sin embargo, pese a la multiplicación de este tipo de casos hasta nuestros días, la(s) comunidad(es) científica(s) nunca han abandonado de manera colectiva la convicción típicamente mecanicista de que lo complejo puede reducirse a la suma de sus partes simples. Así, la biología sigue avanzando a trompicones: los resultados obtenidos en el marco de las sucesivas teorías mecanicistas no han dejado de desmentirlas en todo momento, pero ello nunca ha suscitado una verdadera reelaboración teórica ni un cambio serio de la concepción científica de lo vivo. Aun cuando se constate su fracaso, no se cuestiona el reduccionismo de la teoría genética: sólo se aspira a añadir correcciones al margen… mediante el empleo inmoderado del ordenador para simular los fenómenos «aleatorios», es decir, incomprensibles en el marco de referencia. (Otro tanto ocurre en economía: la teoría neoclásica siempre sale intacta de la prueba de los hechos que vienen a confirmar de forma regular su radical absurdo; todo lo que la desmiente hasta sus principios de base se utiliza para nutrirla y refinarla).
En el fondo, el reduccionismo y el maquinismo (hoy informático) gozan de una promoción constante porque pensar dentro de este marco es más simple (en el sentido de más pobre); y porque así se obtienen resultados más inmediatos, es decir, publicaciones y créditos de investigación. Lo que pretende esta fragmentación de lo real es la posibilidad de aplicar a cualquier objeto que caiga en el ámbito de la ciencia un tipo de conocimiento estructurado mediante leyes causales, o probabilistas; y la esperanza de asegurar el control de dicho objeto mediante las matemáticas. Concretamente, tal concepción de lo vivo está en el origen de la mortífera forma en que la agroindustria trata los suelos, las plantas y los animales. Para acabar con una nota jovial, recordemos a esos entusiastas del hombre-máquina que, pese a sus pretensiones delirantes de liberar a la humanidad de la Naturaleza, la ciencia moderna todavía no ha sido capaz de fabricar un ser aparentemente tan sencillo como una lombriz de tierra.
Pocos investigadores parecen haber entendido hasta qué punto esta tendencia hegemónica (y aun dogmática) del mecanicismo era inseparable de la ciencia moderna, que nunca ha sido puramente contemplativa sino que se formó según el principio de la experimentación y la ampliación constante del laboratorio al conjunto del mundo. Lo que ha permitido el triunfo de la ciencia sobre las demás formas de comprensión es ante todo su vitalidad, su activismo y su eficacia cuantitativa. Ya sea favoreciendo el progreso técnico, y por tanto el poder militar y económico, o mediante la multiplicación por doquier de experimentos allí donde haya sido posible, la mentalidad científica ha zanjado sus divergencias con las demás concepciones del mundo valiéndose siempre del hecho consumado, con los resultados contradictorios que todos conocemos, a la medida de la violencia que se inflige a los antiguos equilibrios.
Reconocer todo esto supone admitir también que es difícil que una limitación a esta expansión infinita proceda espontáneamente de la institución científica. Dentro de su propia lógica, ningún argumento legítimo puede servir para respaldar su limitación, ya que esta institución está concebida unilateralmente como un desvelamiento del mundo que abre el camino hacia su dominio y su perfeccionamiento. Vista desde un laboratorio, la ciencia tiene como vocación fundamental seguir avanzando y hacer retroceder sin cesar los límites del ingenio humano. Lo demás no son sino daños colaterales que habrá que gestionar con profesionalidad. Ello explica en parte la fuerte propensión del entorno científico a someterse a las sucesivas exigencias de las clases dominantes. Pues, a partir del momento en que no se ve que haya nada que replicar al proyecto científico de dominio como tal, en efecto, cuesta imaginar en nombre de qué habrá que oponerse a la integración total de la investigación en la industria, puesto que puede seguir separándose en abstracto el grano científico de la paja capitalista o militar. Las reformas actuales del sistema de investigación tendrían como efecto la reducción aún mayor de la autonomía de pensamiento y de palabra, por no hablar de la autonomía de acción. Ante esto, desde luego que hay razones para defender una ciencia que retome ciertas virtudes que la caracterizaron en el pasado. Pero la invocación de estas virtudes puede ser también una trampa, especialmente si impide que las personas se atrevan a pensar contra su propia institución y su propia posición, y si dispensa de definir en qué tipo de mundo queremos vivir.
Grupo Oblomoff
Publicado originalmente en Un futuro sin porvenir. Por qué no hay que salvar la investigación científica. Ed. El Salmón, 2015, trad. de Javier Rodríguez Hidalgo
Fuente: http://www.politicayletras.es Notas
[1] Dominique Pestre, «Pour une histoire sociale et culturelle des sciences», Annales: Histoire, Sciences Sociales, nº 3, Armand Colin, 1995; Dominique Pestre, Science, argent et politique, INRA Éditions, 2003; Dominique Pestre, Introduction aux Science Studies, La Découverte, 2006; Simon Schaffer y Steven Shapin, Léviathan et la pompe à air. Hobbes et Boyle entre sciences et politique,La Découverte, 1993; Otto H. Sibum, «Les gestes de la mesure. Joule, les praiques de brasserie et la science», Annales: Histoire, Sciences Sociales,julio-octubre de 1998, nº 4-5, EHESS, págs. 745-774; Crosbie Smith y Norton Wise, Energy and Empire. A Biographical Study of Lord Kelvin, 1824-1907, Cambridge University Press, 1989.
[2]Jean-Pierre Daviet, La Société industrielle en France: 1814-1914, Seuil, 1997.
*Con ésta y sucesivas menciones a su declaración aluden al panfleto «El futuro triunfa, pero no tenemos porvenir», que abre el libro Un futuro sin porvenir. Por qué no hay que salvar la investigación científica. (N. del T.)
[3] Hert realizó un experimento que a su juicio revelaba la existencia de ondas que se propagan a la velocidad de la luz. Numerosos científicos y laboratorios europeos tratan de reproducir, cada uno a su manera y con resultados muy distintos (Henri Poincaré llegó a poner en evidencia un error de cálculo de Hertz), el experimento inicial. Sin embargo, todos se ponen de acuerdo, a partir del momento en que han sido capaces de producir un dispositivo técnico (a partir de los esquemas de Hertz) que produce algo (unos chispazos), en que, efectivamente, hay ondas. En este caso, la prueba de la existencia de las ondas y el genio de Hertz no se ven confirmados ni se difunden gracias a unos cálculos (los de Hertz son falsos inicialmente) ni a unas teorías, sino a causa de la apropiación de procesos técnicos por parte del mundo científico y, más tarde, industrial. Cf. Dominique Pestre y Michel Atten, Heinrich Hertz. L’administration de la preuve, PUF, 2002.
[4] Cf. Gérar Nissim Amzallag, La Raison malmenée. De l’origine des idées reçues en biologie moderne, Éditions du CNRS, 2002.
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